Si preguntamos a los padres, qué desean
por encima de todo para sus hijos, se pueden recoger algunas respuestas como:
“Quiero que mis hijos sean felices”
Y Que
sepan cómo disfrutar de la vida y apreciar cada día como algo maravilloso.
Y Que
se sientan satisfechos e importantes como personas.
Y Que
tengan sentimientos positivos sobre sí mismos y sobre la vida.
Y Que
crezcan sabiendo cómo enfrentarse a los problemas y, que estos, no les
derroten.
Y Que
no se sientan deprimidos e inseguros.
Y Que
tengan un fuerte sentido de la paz interior, que los sustente en épocas
difíciles.
Y Que
sean sensibles, responsables y respetuosos con la naturaleza y con la humanidad.
Y Que
descubran y ejerciten sus capacidades, se sientan satisfechos y tengan el
estímulo de un propósito en la vida.
Y Que
se sientan queridos y sean afectuosos.
Y Que
gocen de buena salud, tanto física como mental…
Cuando muchos padres se plantean tener
hijos se proponen amarlos, cuidarlos, alimentarlos y facilitarles los aprendizajes
necesarios para que puedan convertirse en
PERSONAS FELICES, que es en definitiva,
el fin último que todo padre desea para su hijo.
Los padres queremos también que nuestros
hijos se comporten correctamente y que lleguen a ser BUENAS PERSONAS. Y para
ello es necesario que desde pequeños
les inculquemos valores positivos.
Tratar de lograrlo es importantísimo y
un reto, pero hay que trabajar para conseguirlo. Esa es la función de los
padres: trabajar haciendo de padres. Pues los hijos no son como son por el mero
hecho de la casualidad, la suerte o el destino, como todavía por desgracia se sigue
pensando; los hijos son como son por todos aquellos factores (tiempo, dedicación,
esfuerzo, motivación, alegría, humor…), que los padres deciden invertir en
ellos.
Hoy en día es muy difícil ser
padre/madre, sobre todo un buen padre/madre. Pues con el aumento de los cambios
sociales y avances tecnológicos que vivimos, las nuevas forma de vida, las
aspiraciones personales que nos planteamos, así como las familias en las que el
padre y la madre trabajan fuera de casa, el tiempo que queda para los hijos es
muy escaso. Sí, es cierto, pero, independientemente del ritmo de trabajo o de
la situación vital de cada miembro de la familia, es posible ser mejor padre de
lo que se es. Por ello, es importante plantearse cómo padres quienes somos, qué
valores queremos aportar a nuestros hijos y si estamos en condiciones para
darlos, pues no se puede enseñar aquello que ni siquiera somos o sabemos. Y en
consecuencia, pensar que “Siempre hay tiempo para mejorar”, y para eso hay que
saber y creer que se puede y estar dispuesto a actuar para conseguirlo.
Educar a un hijo no es fácil, hay que
ser pacientes y perseverantes en cuanto a su
educación. Pues de un día para otro
quizá no se observen los resultados, pero el tiempo demuestra que la educación
es un camino, un proceso y los frutos se perciben con el paso de los años. Y
cuando hablo de educación no solo me refiero a la formación escolar, que, por
supuesto, es importante, sino a la educación que los padres ofrecen a sus hijos
en el día a día, formándoles y enseñándoles en cada una de las situaciones que
se viven.
Que nuestros hijos adquieran correctos
valores dependerá no solo de su propio carácter, sino de lo que aprendan en el
seno familiar. Si el niño crece en un ambiente en el que se sienta querido,
respetado, protegido y seguro aprenderá valores adecuados. Los niños necesitan
a alguien que les guíe, que les anime y les ayude en el transcurso de su vida.
Necesitan sentirse apoyados, valorados,
queridos, seguros…Y para eso estamos los
padres, somos su mejor ejemplo, su
modelo a seguir en todos los aspectos. Hemos de enseñarles con el ejemplo y
utilizar los valores que queremos que aprendan, no solo por ellos sino por
nosotros mismos también. El proceso de desarrollo de nuestros hijos incluye también
el nuestro, pues educando nos educamos.
“Como padres tenemos la misión de mirar
en nuestro interior de manera sincera, y ver si nos comportamos como queremos
que sean nuestros hijos”.
Los valores se transmiten por contagio,
no a base de consejos ni de sermones. Van más allá del lenguaje y forman parte
de nuestra actitud ante el mundo. Nuestros hijos aprenden los valores
importantes en la vida cuando nos observan, no cuando
nos escuchan hablar sobre ellos. Los
hijos nos ven tal como somos en realidad. Si somos generosos o no, si tendemos
a descalificar o a tratar sin respeto a alguien, si damos una importancia
exagerada a lo material, si engañamos con frecuencia, cómo escapamos de nuestro
estrés, cómo nos manejamos ante las dificultades, a qué tenemos miedo, qué nos produce
dolor…
Todos tenemos en mente una idea de cómo
nos gustaría que fuese el mundo en el que queremos que vivan nuestros hijos: un
lugar limpio, en el que las personas se ayuden y respeten, donde todos tengamos
los mismos derechos… Después salimos a la calle pensando en el trabajo, la
compra y se nos olvidan todos esos buenos propósitos. De pronto queremos ser
los primeros en salir del metro, se nos olvida dar los buenos días al vecino,
agradecer lo que los demás hacen por nosotros… y así, día tras día ante la
mirada siempre atenta de los niños que como todos sabemos, escuchamos y decimos
muy frecuentemente, lo absorben todo como esponjas. Si de pequeños no nos hemos
acostumbrado a guardarnos el envoltorio en el bolsillo cuando no hay una
papelera a mano, a dar las gracias cuando nos hacen un favor o a no respetar a
los que son diferentes, será más complicado aprenderlo más adelante.
La educación exige un trabajo por parte
de los padres, se necesita estar presente con
acciones para conseguir lo que
realmente se quiere transmitir. No bastan sólo las
palabras. Por ello, Si queremos que
nuestros hijos sean como todos deseamos que sean debemos empezar por nosotros
mismos y ser lo que decimos y hacemos. No se educa tanto en lo que se dice como
en lo que se siente y se hace. No aplicar jamás, por tanto, la tan popular
frase de “haz lo que yo digo y no lo que yo hago”. Porque ante todo debemos ser
coherentes, a los niños se le educa desde la cuna; lo saben bien todos los
padres, tanto si han cedido y, el niño ha terminado en la cama de sus padres,
como si han resistido la presión y, hacen que el niño siga en la cuna. El niño
tiende a reclamar atención, objetos, etc., pero los buenos padres no dan al
niño lo que éste les pide, sino lo que ellos consideran que le conviene.
El respeto, la honestidad, la
responsabilidad y todos los valores humanos son en gran medida hábitos, rutinas
que aprendemos en la familia de forma inconsciente y que más adelante llegamos
a valorar con la reflexión que permite la madurez.
Tenemos que pensar si lo que hacemos
con nuestro hijos en el día a día es lo más conveniente para ellos, pues ¿Puede
un padre querer que su hijo no mienta si él le miente?, ¿O que el niño no le
pegue a los compañeros si él le golpea para educarlo?, ¿Qué no diga palabrotas si
se ríen y lo celebran cuando las dice?…
Vanesa
Hervás Martínez
Licenciada
en Pedagogía